El día que me pasé de valiente con el pimentón
Hay dos tipos de personas en la cocina: las que miden las especias con una precisión de cirujano y las que, como yo, vivimos al límite. Agitamos el bote sobre la olla con una fe ciega, confiando en que una fuerza divina detendrá nuestra mano en el momento justo. Normalmente, esta técnica de “un poquito más” funciona. Pero llegó el día en el que la fe no fue suficiente.
Estaba preparando un guiso de lentejas, uno de esos platos que te reconcilian con la vida y que, en teoría, son a prueba de tontos. Tenía todo bajo control, lo cual ya era sospechoso. Las lentejas burbujeaban alegremente, las verduras se habían ablandado y solo faltaba el toque final: una pizca generosa de pimentón ahumado para darle ese saborcito reconfortante.
Sostuve el bote sobre la olla, sintiéndome como una chef profesional en un programa de televisión. “Y ahora, el pimentón”, murmuré para mí misma, con la seguridad de quien cree dominar el universo. Agité el bote una vez, dos veces y, en la tercera, ocurrió la tragedia. La tapa, esa pequeña traidora de plástico, decidió que ya había tenido suficiente y se lanzó al vacío, directamente dentro de mis lentejas.
Por un segundo, el tiempo se detuvo. Después, una nube roja y densa se expandió por la superficie de las lentejas, como una escena del crimen culinario. No había caído una pizca. Había caído el bote entero. O al menos, medio. Mis lentejas habían pasado de ser un plato reconfortante a un experimento volcánico con sabor a chorizo multiplicado por mil.
El pánico inicial dio paso a la negación. “Quizás no es para tanto”, me dije, mientras pescaba la tapa de plástico con una cuchara. Probé una cantidad minúscula. Mis papilas gustativas entraron en cortocircuito. Era como lamer la llama de una hoguera. Imposible de comer. Mi cena, mi orgullo y mis ganas de vivir se estaban hundiendo en un mar de pimentón.
Mi primer instinto fue tirarlo todo y pedir una pizza. Pero entonces, mi segundo instinto (el que odia desperdiciar comida y, sobre todo, el dinero de la pizza) tomó el control. Tenía que haber una solución. Tras una búsqueda frenética en internet con los dedos manchados de rojo, encontré la luz. Hay formas de arreglar un plato demasiado salado o picante sin tener que declararlo zona catastrófica.
Mi solución fue añadir más líquido (caldo, en este caso) y un par de patatas cortadas en trozos grandes para que absorbieran el exceso de sabor. Quité esas patatas y volví a repetir, por si acaso, añadiendo alguna zanahoria para que tuviera más efecto.
Funcionó. Bueno, más o menos. El guiso seguía teniendo un carácter… intenso, pero ahora era comestible, incluso pude dejar las patatas esta vez. Y, tal y como habían quedado las lentejas después del desastre con el pimentón, lo consideré una victoria en toda regla.
Si alguna vez tu exceso de confianza te juega una mala pasada como a mí, no tires la toalla (ni el guiso). Hay esperanza. Para que no tengas que pasar por mi momento de pánico, te dejo una guía mucho más seria y detallada sobre cómo arreglar estos desastres. Puedes leerla aquí: Cómo arreglar una salsa que se estropea.
Recuerda: la cocina es un arte, pero a veces, hasta los artistas más valientes necesitan un plan B.


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